viernes, 16 de febrero de 2007

9 La Iglesia de Dios bajo gobierno humano

Últimamente venimos recogiendo comentarios, desde diferentes sectores evangélicos, que hacen una evaluación negativa de la situación general de la Iglesia; de esos comentarios se desprende que los creyentes tienen un alto grado de insatisfacción en su vida eclesial y un importante desaliento espiritual.
A esto contestamos que la causa está en el alejamiento de las sencillas enseñanzas del Nuevo Testamento. Hoy día nos encontramos ante una Iglesia organizada en Denominaciones, Alianzas, Federaciones, con numerosos Comités, Comisiones y Organizaciones paraeclesiales; toda una pesada estructura entretejida por personalidades que comparten intereses, compromisos y apoyos mutuos que, con frecuencia, condicionan el desempeño honesto de sus responsabilidades espirituales e impiden el disfrute de la sencilla y limpia vida cristiana edificada sobre la pureza de la limpia Palabra de Dios.

Parcialización del Fundamentalismo histórico
Aparentemente una mayoría de cristianos evangélicos de nuestro entorno, desconoce el contenido de los términos “fundamentalismo, fundamentalista, fundamental”. Comprobamos que estas palabras se asocian con el integrismo religioso, por excelencia el islámico. O sea, una radicalización intransigente de consignas, posicionamientos dogmáticos y prácticas, identificadas con ciertos estereotipos estadounidenses, y que aíslan a sus sustentadores en una supuesta estrechez de pensamiento.
Lo cierto es que el Fundamentalismo fue un movimiento espiritual de fines del S. XIX y principios del XX, surgido en respuesta al racionalismo teológico o modernismo. Una multitud de cristianos fieles se levantó en diversos lugares, al mismo tiempo y sin una previa coordinación, para enfrentar la enseñanza que cuestionaba y rechazaba la Autoridad de la Santa Biblia, negando seguidamente doctrinas fundamentales de la fe cristiana bíblica: “Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué ha de hacer el justo?” (Sal. 11:3).
Ya organizados, aquellos fundamentalistas a principios del S. XX establecieron por acuerdo general las doctrinas imprescindibles que una persona debe creer para ser salva. Una “declaración de fe” fundamentalista distribuida en Barcelona en el otoño de 1.984, decía así: “Creo en la inspiración de la Biblia tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento; la creación del hombre por el acto directo de Dios; la encarnación y el nacimiento virginal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; su identificación como el Hijo de Dios; su expiación vicaria por los pecados del hombre por el derramamiento de su sangre en la cruz; la resurrección de su cuerpo del sepulcro; su poder para salvar al hombre del pecado; el nuevo nacimiento a través de la regeneración por el Espíritu Santo y el don de la vida eterna por la gracia de Dios”.
Esta declaración es generalmente asumida por la mayoría de cristianos evangélicos. Muchos, sin saberlo de antemano, de repente se dan cuenta que ellos también son fundamentalistas. Aunque todavía les falta conocer y aplicar la doctrina bíblica de la separación, separación de toda forma de apostasía y de aquellos que la sustentan.
Pero actualmente, tanto fundamentalistas “conscientes”, como fundamentalistas “inconscientes”, coinciden en esas doctrinas fundamentales y, curiosamente, comparten el concepto de que hay otras doctrinas secundarias acerca de las cuales debemos reconocernos libertad para que cada grupo las defina como mejor entienda. A continuación nos presentan una frase muy acorde con el pensamiento de la época: “En lo fundamental unidad, en lo secundario libertad y en todo caridad”.
Desde luego la aplicación práctica que hacen de esta frase no nos lleva ni a la unidad, ni a la libertad, ni a la caridad cristiano-bíblicas, porque ignora los conceptos bíblicos de las mismas. Únicamente están utilizando palabras bíblicas para justificar prácticas mundanas.
A nuestro entender, esa distinción entre doctrinas fundamentales y secundarias carece de justificación bíblica, justificación que nunca nos han aportado; y es harto peligrosa, porque necesita de una “autoridad” humana, que en sustitución de la Autoridad Divina (que no se ha pronunciado al respecto), determina las calificaciones doctrinales que seguidamente el consenso nos obliga a aceptar, en sustitución de la obligación a aceptar lo que la Santa Biblia establece. Son hombres los que confeccionan las listas de doctrinas fundamentales y doctrinas secundarias o distintivas.
Para ilustrar el error de ese planteamiento, citemos de pasada, el ejemplo claro de un edificio, en el que todos sus elementos son fundamentales para las necesidades que deben suplir: los cimientos son fundamentales para sostener la construcción; las escaleras son fundamentales para subir y bajar; las puertas son fundamentales para acceder y desplazarnos; las ventanas son fundamentales para iluminar y airear; etc. Una casa falta de alguno de esos elementos sufrirá de serios inconvenientes. Ningún elemento es secundario para aquella necesidad que espera ser atendida; tampoco podrán intercambiarse ni diseñarse o situarse sin tener en cuenta las leyes arquitectónicas y la funcionalidad. Que cada cosa esté en su lugar y en la manera adecuada, es muy importante, es fundamental.
“Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad.” (Jn. 17:17).
“Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud por la fe que es en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada divinamente y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente instruido para toda buena obra.” (2Tim. 3:15-17).
La consecuencia de ese “pragmatismo” creador de la distinción entre lo fundamental y lo secundario, un pragmatismo sin fundamento bíblico, es que mientras afirmamos que todas las cosas deben determinarse de conformidad con la Palabra de Dios en el orden de la vida cristiana, la realidad es que acerca de una misma cosa diferentes grupos establecen diferentes “conformidades” con la Palabra de Dios. O sea, aquellos que deben ser los mayores defensores de la Autoridad de la Santa Biblia, son los que la ponen bajo cuestionamiento vergonzoso. Porque, sobre el papel, afirman creer en la inspiración divina de la Biblia, inspiración que le confiere inerrabilidad e infalibilidad, porque está limpia de la mínima escoria de error y contradicción: “Las palabras de Jehová, palabras limpias; plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces.” (Sal. 12:6). Pero después, en la práctica, resulta que sobre una misma cosa se enseña (según esos fundamentalistas), diferentes “verdades”, todas igual de “bíblicas” y cada una señalando a las otras como antibíblicas. Desatino que completan desestimando el diálogo fraternal para resolver esas contradicciones, pues no pueden dedicar tiempo para eso porque tienen muchas cosas más importantes que hacer y porque temen no llegar a alcanzar una comprensión común.
Este fundamentalismo histórico limita la vivencia de la comunión fraternal cuando, ignorando discrepancias doctrinales, se satisface en la mera experiencia de pasar juntos algún tiempo. También cae en el pragmatismo cuando, en el afán de reunir el mayor número de grupos cristianos, prescinde de atender las cosas que nos separan y que comprometen nuestro testimonio (Jn. 17:20-23). Y además consiente un cierto tradicionalismo cuando, desechando el estudio de esas discrepancias en las doctrinas secundarias o distintivas se conforma con el acuerdo en las doctrinas fundamentales. Es decir, incurre en el error de defender la “verdad” del sistema de las doctrinas fundamentales y secundarias acogiéndose a la tradición histórica del fundamentalismo. En esto de las tradiciones recordemos una frase muy iluminadora: “Tradición sin verdad es error envejecido” (comp. Mr. 7:5-13).
La doctrina del Gobierno de la Iglesia es una de estas verdades, supuestamente secundarias. Esa calificación permite que dentro del sistema denominacional, convivan diferentes formas de gobierno eclesiástico conservando características que se oponen entre sí, pero que coinciden en establecer el orden de que unos cuantos administran lo que el resto de administrados acepta o rechaza.

Formas de gobierno practicadas en la Iglesia de Cristo
A lo largo de la historia de la Iglesia, aquellos que la pastoreaban arbitraron diferentes formas de gobierno dependiendo de la comprensión bíblica, del talante de las personas, de las circunstancias socio-políticas del momento, y/o de las necesidades de la Iglesia, De ahí que algunos, por ser independientes y no estar atados a una forma de gobierno concreto, puedan pensar que esta cuestión del gobierno está librada a la conveniencia de cada lugar y circunstancia, pudiendo escoger una forma u otra en función de la necesidad y de las posibilidades disponibles; pero sin que estemos obligados por principios bíblicos directamente relacionados con el gobierno de la Iglesia. Mientras tanto, otros comprometidos con su Denominación, admiten la validez de las tradiciones denominacionales defendiendo con diferentes pasajes bíblicos su propia práctica de gobierno, práctica que viene a ser una de las características más importantes para diferenciar una Denominación de otra.
El resultado es que en la Iglesia se han dado, y se dan, todas las formas de gobierno que tiene el mundo, sintetizadas en las siguientes:
Gobierno jerárquico. Un individuo, o individuos, son establecidos como la autoridad para administrar, supervisar y elaborar las propuestas cuya implantación podrán aprobar o rechazar las iglesias. Son gobiernos centralizados.
Gobierno aristocrático. Un grupo de hombres selectos desempeñan las funciones de gobierno. Ellos son los que escogerán a posibles nuevos candidatos y/o sucesores en el órgano de gobierno, presentándolos a la Iglesia para su aprobación o rechazo. Es un gobierno pluripastoral.
Gobierno democrático. Las decisiones se toman mediante votaciones y gana la mayoría. El Consejo de la Iglesia, presidido por el pastor, presenta a la asamblea las cuestiones más trascendentales y la opción que consigue más votos es admitida por la totalidad.
Las formas humanas de gobierno, por mucho que se esfuercen procurando el mayor grado de consenso para suavizar el enseñoreamiento de unos sobre otros (recordemos los comentarios a Mat. 20:25), están limitadas por sus propias posibilidades humanas para alcanzar todo el propósito de Dios para su Iglesia. También favorecen la creación de bandos, a los que siguen las disensiones, enemistades y divisiones. La mayoría de las veces no por cuestiones doctrinales sino por cuestiones personales.
“Porque me ha sido declarado de vosotros, hermanos míos, por los que son de Cloé, que hay entre vosotros contiendas; quiero decir, que cada uno de vosotros dice: Yo cierto soy de Pablo; pues yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿o habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1Co. 1:11-13)
“Porque todavía sois carnales: pues habiendo entre vosotros celos, y contiendas, y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres? Porque diciendo el uno: Yo cierto soy de Pablo; y el otro: Yo de Apolos; ¿no sois carnales?” (1Co. 3:3-4).
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, disolución, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, banqueteos, y cosas semejantes a éstas: de las cuales os denuncio, como ya os he anunciado, que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios.” (Gál. 5:19-21).
Además, todas las formas de gobierno están expuestas al peligro de la eventual perversión que deriva en un gobierno dictatorial, como ya ocurrió en tiempos apostólicos: “Yo he escrito a la iglesia: mas Diótrefes, que ama tener el primado entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo viniere, recordaré las obras que hace parlando con palabras maliciosas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y prohibe a los que los quieren recibir, y los echa de la iglesia.” (3Jn. 9-10).
Aquel Diótrefes imponía su “autoridad” personal, enfrentada con la Autoridad apostólica, para impedir las iniciativas de los hermanos; para imponer su control, y a los que se le oponían y no se le sometían los echaba de la Iglesia.
Los tres sistemas de gobierno antes mencionados, que han sido copiados del mundo y organizados por los dirigentes de la Iglesia, no responden a aquella organización que decíamos debe facilitar la vivencia práctica y saludable de la realidad espiritual que nuestro Salvador ha dado a su Iglesia, como Cuerpo de Cristo con diferentes dones para servirnos unos a otros y ministrarnos un sacerdocio espiritual.
Actualmente, estamos contemplando como en diferentes círculos evangélicos (que combinan las formas de gobierno descritas, pero con decidido énfasis hacia el sistema unipersonal), afirman con la mayor contundencia la “autoridad” personal del pastor, lo cual conlleva un riesgo cierto de deslizarse hacia estructuras sectarias.
Es un gran cúmulo de grandes y graves contradicciones generadas y estructuradas por los dirigentes en la Iglesia de Cristo: la contradicción de las “verdades” doctrinales antagónicas; la contradicción de estorbar el desarrollo saludable de los hijos de Dios (cuando impiden, controlan, marginan), mientras se supone que están trabajando por impulsarlo; la contradicción de orientarlos a la carnalidad cuando les están reclamando espiritualidad; la contradicción de mantener elementos mundanos en la Iglesia a la que exhortan a la santidad.

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