jueves, 15 de febrero de 2007

4 La Autoridad de Dios sobre la humanidad

En apoyo de la legitimidad de que hayan “líderes” sobre la Iglesia, se acude al modelo que dice: “ya contemplamos en el Antiguo Testamento que sobre el pueblo de Dios siempre hubo un hombre de Dios: Moisés (profeta), Josué (militar), los jueces, los reyes”. Debemos añadir que todos estos eran acompañados de los sacerdotes y profetas.
De entrada, hemos de señalar la diferencia existente entre una nación soberana, Israel, constituida en Estado con un territorio que administrar; y, la Iglesia de Dios, formada por Jesucristo, su Fundador, y todos los renacidos de todo pueblo, lengua y nación. La Iglesia es un organismo vivo que no se materializa en una organización terrenal, como sí ocurre con Israel, formado por los descendientes de Abraham, que fue y es un Estado organizado.

Hombres que sobresalen al principio de la historia bíblica
Después de precisar esto, y aceptando la invariabilidad de la voluntad, carácter y designios del Dios inmutable, también notamos que de manera constante el deseo de Dios es que cada individuo mantenga una dependencia directa de El mismo, quien no renuncia a ser el Señor de todos y cada uno de los que le temen.
Así lo vemos en los primeros capítulos de Génesis, donde Dios se relaciona directamente con Adam y Eva (Gen. 1:27-28; 2:15-17; 3:8-11 comp. 4:16a), y con sus descendientes, entre los cuales sobresale el ejemplo de Henoch (Gen. 5:22-24) y después Noé (Gen. 6:8-9) y Abraham (Gen. 12:1-3). De estos dos últimos es evidente el gran reconocimiento espiritual que recibieron de su familia y de sus contemporáneos, así como la influencia, también espiritual, que sobre ellos ejercieron (comp. Heb. 11:4-22).
Elemento común a todos ellos era la responsabilidad individual de temer a Dios y obedecer sus mandamientos.

Inicios de la nación de Israel. El ejemplo de Moisés
Cuando ya vemos al pueblo de Israel al comienzo de su liberación de Egipto bajo la dirección de Moisés, este Moisés es llamado por Dios y comisionado como su siervo para librar a su pueblo (Ex. 3:6-10), teniendo él mismo que obedecer las órdenes de Dios e instar esa obediencia a todos sus hermanos (Ex. 7:2; cap. 11 y 12:28-29): Luego, es Jehová quien toma la iniciativa y ejerce el mando directamente, a través de su mediador Moisés, quien después registrará los mandamientos de Dios para él mismo y para todos los descendientes de Jacob. Moisés no era una “autoridad” autónoma. El poder lo retenía y ejercía Jehová mismo, quien era la Autoridad y plasmaba esa autoridad legislativa en sus mandamientos.
Por eso cuando surgía algún asunto que no había sido definido, el pueblo acudía a Moisés para consultar a Dios (Ex. 18:15) y Moisés mismo consultaba a Dios y no decidía por sí mismo (Lev. 24:10-14; Num. 15:32-36 y 27:1-7).
Esto debía ser así porque el pueblo pertenecía a Jehová por derecho de redención (Lev. 20:26; 25:42,55; comp. Num. 3:12-13; 8:14; 18:15). Los israelitas no eran los siervos de Moisés, ni tampoco Moisés ejerció como gobernante estableciendo su autoridad personal y reclamando una obediencia a su persona. El grave error del varón más manso que había sobre la tierra, consistió en dejarse llevar de su genio personal para no obedecer la soberana autoridad de Dios (Num. 20:7-13).
“Ahora pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma; que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos, que yo te prescribo hoy, para que hayas bien?” (Deut. 10:12-13).

El ejemplo de Josué
Josué recibió el encargo de introducir a Israel en la tierra prometida y repartirla a las doce tribus (Jos. 1:1-9). Esta tarea, según el solemne mandato de Dios, requería mantener el ejercicio de la fe genuina consistente en creer la Palabra escrita de Dios. Esta es la fe que se acompaña de la obediencia fiel a esa Palabra; para Josué era la fe que debía poner por obra la Ley de Dios dada por medio de Moisés.
El error, y consiguiente problema, surgió cuando fiados de sus capacidades y discernimiento personales, tanto Josué como los príncipes de Israel pactaron con los hombres de Gabaón sin “preguntar a la boca de Jehová” (Jos. 9:14,15,18), y esto en flagrante desobediencia a la Ley “de Moisés” (Deut. 20:10-18). Josué, después de repartir la tierra dando heredades a todos, recibió de ellos, el último, heredad “según la Palabra de Jehová” (Jos. 19:49-50), como claro ejemplo de servidor que no dispone por y para sí mismo. Y acabó su misión emplazándolos, igual que había hecho Moisés, a no apartarse de servir a Jehová (Jos. caps. 22 a 24):
“Ahora pues, temed a Jehová, y servidle con integridad y en verdad; y quitad de en medio los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres de esotra parte del río, y en Egipto; y servid a Jehová. Y si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quién sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron de esotra parte del río, o a los dioses de los Amorrheos en cuya tierra habitáis: que yo y mi casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:14-15).

El período de los Jueces
Después de la muerte de Josué y de los ancianos que vivieron después de él, el pueblo de Israel descuidó atender a la Palabra de Dios, lo cual fue causa de su deslizamiento a vivir según la máxima de “cada uno hacía como mejor le parecía” (Jue. 17:6) y “cada uno hacía lo recto delante de sus ojos” (Jue. 21:25). Esto hizo entrar a Israel en una época de frecuente apostasía que comportaba la ira y el castigo divino. Con todo, el Dios de misericordia suscitó jueces que actuaron como salvadores librando al pueblo de la opresión de sus enemigos (Jue. 2:7-23 y 3:9). Así mostraba el Señor su poder y gracia salvando de manera maravillosa a su pueblo al cual El no abandonaba nunca.
La función de aquellos hombres era de marcado carácter espiritual, pues aunque como hombres de Dios envueltos en acciones militares, tenían como objetivo hacer volver a los hijos de Israel a su Dios mientras los juzgaban, o sea, trabajaban por mantener la ley y el orden. Como intermediarios entre Dios y el pueblo debían actuar para corregir el desorden producido al desobedecer la ley de Dios.
El último de los jueces fue Samuel, quizás el ejemplo más claro de esa decisiva acción espiritual (1Sam. 7:3-17).
Del relato bíblico respecto de todos los hombres mencionados hasta aquí, no podemos establecer ni que ellos ejercieran una autoridad personal, ni que ellos reclamaran que se les reconociera esa autoridad, con derecho a tomar e imponer sus decisiones personales. Y sí podemos concluir que ellos se limitaron a ejercer la función espiritual (como un oficio de pastoreo, Num. 27:15-23; Sal. 78:70-72; Is. 63:11-14, comp. Sal. 23:1 y Mr. 6:34), que Jehová les encomendó, renunciando a asumir una posición que excediera la responsabilidad encomendada.

El establecimiento de la monarquía
Es Samuel quien sufre la petición del pueblo de Dios, consistente en querer tener un rey. En el cap. 8 de 1º Samuel, encontramos esa petición que ofende a Samuel, quien se siente despreciado; pero lo más sobresaliente son las palabras del Dios del pueblo, el Dios que está sobre el pueblo, dice: “… no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (v. 7), y a pesar de la desventaja que representaba el derecho del rey, contestaron: “No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las gentes, y nuestro rey nos gobernará, y saldrá delante de nosotros, y hará nuestras guerras” (vv. 19-20).
Es de una claridad meridiana, la falta de espiritualidad y temor de Dios, lleva a los hombres a preferir el gobierno de otros hombres en sustitución del gobierno teocrático. Este, el gobierno de Dios, es el plan de Dios para su pueblo: ser El mismo quien los gobierne, Jehová debía ser el único Rey de Israel. Este era el Rey sin reproche, todo lo había hecho bien, con poder para libertarlos, para alimentarlos, para mantenerlos en salud, para castigar la rebelión, para atenderlos cuando clamaban a El, para salvarlos de sus enemigos; y además eran testigos directos de las múltiples señales portentosas hechas por el Señor en medio de ellos y a favor de ellos. A pesar de eso (¡con qué fuerza resuenan esas palabras!), dice el Señor: “a mí me han desechado”; y ¿para qué?, para ser “también como todas las gentes”. En lugar de escoger mantener los distintivos frente al mundo, quisieron ser como el mundo. Escogieron una forma de gobierno mundana y así se mundanalizaron… aún más. La historia de la monarquía desde el principio, y siguiendo con el reino dividido, demuestra la insensatez de cambiar el gobierno de Dios por el gobierno de hombres, insensatez demostrada por el perjuicio de todo tipo sufrido por las doce tribus.
“Y habiendo visto que Naas rey de lo hijos de Ammón venía contra vosotros, me dijisteis: No, sino rey reinará sobre nosotros; siendo vuestro rey Jehová vuestro Dios. Ahora pues, ved aquí vuestro rey que habéis elegido, el cual pedisteis; ya veis que Jehová ha puesto sobre vosotros rey. Si temiereis a Jehová y le sirviereis, y oyereis su voz, y no fuereis rebeldes a la palabra de Jehová, así vosotros como el rey que reina sobre vosotros, seréis en pos de Jehová vuestro Dios.” (1Sam. 12:12-14).
“Y Samuel dijo: ¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar atención que el sebo de los carneros: Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría el infringir. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey. Entonces Saúl dijo a Samuel: Yo he pecado; que he quebrantado el dicho de Jehová y tus palabras, porque temí al pueblo, consentí a la voz de ellos. Perdona pues ahora mi pecado, y vuelve conmigo para que adore a Jehová. Y Samuel respondió a Saúl: No volveré contigo; porque desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha desechado para que no seas rey sobre Israel.” (1Sam. 15:22-26).

La autoridad espiritual frente a la autoridad personal
En este punto conviene además, traer a consideración un contraste de “autoridades”: Por un lado la autoridad del rey, de carácter gubernativo pero incluyendo una importante influencia en la orientación espiritual-religiosa del pueblo. Y por otro lado la autoridad del profeta y del sacerdote, de neto carácter espiritual.
Pues bien, son numerosos los casos en que la “autoridad” del rey era avergonzada y desplazada por la autoridad espiritual del sacerdote y del profeta, como acabamos de ver con Saúl. Y siguiendo con Saúl, fijémonos también en el uso que hizo de la “autoridad” de la fuerza. En el pasaje de 1Sam. caps. 21 y 22 podemos ver la autoridad moral y espiritual del sacerdote Ahimelech quien, usando de compasión, verdad, honestidad y lealtad, es condenado injustamente con toda su familia, por la “autoridad” del rey, que solo atiende a su obsesión subjetiva fundada sobre el autoengaño de sus propias mentiras.
Otros ejemplos:
  • El rey David, en el negocio de la mujer de Urías, 2Sam. 12:1-14.
  • El rey Salomón y su caída en la idolatría, 1Rey. cap. 11.
  • El rey Jeroboam, 1Rey. 14:5-18. Por cierto, que en este momento la nación tenía dos “líderes” independientes y enfrentados.
Y los ejemplos se suceden con el profeta Elías, el profeta Michêas, el profeta Eliseo, el sacerdote Joiada, el sacerdote Hilcías, la profetisa Hulda; y podemos seguir con las evidencias al respecto en los libros de los profetas, Isaías, Jeremías, etc..
“Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Pues será como la retama en el desierto, y no verá cuando viniere el bien; sino que morará en las securas en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada. Bendito el varón que se fía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque él será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viniere el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de hacer fruto. Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño el corazón, que pruebo los riñones, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras.” (Jer. 17:5-10).
A través de todas las dispensaciones anteriores a la de la gracia, Dios escogió hombres de gran valía espiritual (aunque pecadores, al igual que todos los demás), como mediadores para tratar primero, con la humanidad y luego con una familia escogida y la nación generada a partir de ella. Esos hombres sirvieron a sus contemporáneos enseñándoles la verdad doctrinal del señorío exclusivo y excluyente del solo Dios verdadero, enseñanza que también mostraron con su testimonio personal de dependencia y sumisión al Señor de todos, cuya Palabra es la suprema autoridad a la que todos eran tributarios y por la que todos, sin excepciones, debían ser juzgados. No hay ninguna autoridad, ni temporal ni personal que goce de inmunidad frente a la Autoridad Divina. Constatamos que, en lo que hace a nuestro tema, éstos, y no otros, son los constantes y firmes fundamentos de la invariable voluntad, carácter y designio del inmutable Dios eterno, en lo que respecta a su relación con aquellos que le temen.
Por todo ello, aunque si Jehová quería bien podía hacerlo, no ha dejado escrito en ningún lugar del Antiguo Testamento que Dios cediera o delegara su Autoridad suprema a ningún hombre, en ningún momento.
“¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados a ti! ¡cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste! (Mat. 23:37).

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