“Y sometió todas las cosas debajo de sus pies, y diólo por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que hinche todas las cosas en todos.” (Ef. 1:22-23).
Creemos que es apropiado afirmar que el organismo vivo que venimos diciendo que es la Iglesia, se concreta en la definición de ésta como Cuerpo de Cristo. Son muchos los pasajes que hablan de la Iglesia como Cuerpo de Cristo: 1Co. 10:16-17; 12:12-27; Ef. 1:22-23; 2:16; 4:4, 12; 5:23, 30; Col. 1:18, 24. Y de ellos se desprende de manera indiscutible el paralelismo existente entre el cuerpo humano y la Iglesia de Jesucristo, que en un uso metafórico de la palabra “cuerpo” es designada como el Cuerpo de Cristo. Otras descripciones que se dan en la Escritura son: Esposa de Cristo (Ef. 5:24-32); templo de Dios (Ef. 2:20-22; comp. Mat. 16:18); y el Señor Jesús llamó a los suyos “manada pequeña” (Lc. 12:32 comp. Jn. 10:27-29 y 1Pe. 2:25).
La Iglesia es un Organismo espiritual
De acuerdo con estas definiciones, que presentan una visión metafísica de la Iglesia en su expresión universal, todos los cristianos bíblicos coincidimos en que la Iglesia de Dios está formada exclusivamente por todos aquellos que han tenido la experiencia espiritual del “nuevo nacimiento”, lo cual es una realidad espiritual que tan sólo el Dios de la Iglesia ve (por eso nosotros nos referimos a ella como la Iglesia “invisible”).
Consecuentemente, no podemos considerarla como una organización humana, con una sede física y una estructura departamental y administrativa, con asignación de cargos que trabajan y velan tanto por el cumplimiento de sus funciones como por la obtención de sus objetivos.
Ni el Señor Jesucristo ni sus apóstoles, en todo el Nuevo Testamento, nos dejan ninguna instrucción ni aún indicio, en ese sentido. Conforme a su naturaleza, también la misión de la Iglesia es primordialmente espiritual, y esa misión la llevamos a cabo capacitados y guiados por el Espíritu Santo que habita en cada renacido y nos ha repartido a todos, los dones espirituales.
En su expresión visible, la Iglesia realiza sus funciones espirituales mediante personas físicas con capacidades naturales, que administran recursos materiales esforzándose por superar las dificultades temporales; para lo que incluso puede disponer de personalidad jurídica. Todo eso exige la necesaria organización para poder hacer las cosas ordenada, adecuada y eficazmente.
Pero esta necesaria organización (que también debe ser espiritual), deberá respetar y promover el carácter y fines espirituales de la Iglesia como Cuerpo, promoviendo y facilitando la aportación de cada uno de sus miembros.
En armonía con aquella posición de igualdad ya discernida, nos son dadas por igual, a cada uno, las cualificaciones espirituales que nos capacitan a todos para desempeñar la función vital que el Señor nos ha asignado en la Iglesia, en el Cuerpo. Todos los miembros de la Iglesia de Jesucristo, sin distinción de sexo, posición social o raza, participan por igual de las mismas experiencias espirituales: Nuevo nacimiento (Jn. 1:12); limpieza de todos los pecados (Ap. 1:5), engendramiento de la nueva criatura (2Co 5:17), sello del Espíritu Santo (Ef. 1:13); bautismo en el Cuerpo de Cristo (1Co. 12:13); dotación con dones del Espíritu Santo (1Co. 12:4-11).
Un Cuerpo sano y desarrollado proporcionadamente
“Cristo es cabeza de la iglesia; y él es el que da la salud al cuerpo” (Ef. 5:23).
El Señor Jesucristo llevó todas nuestras enfermedades y dolores (Is. 53:4-5) para darnos completa salud espiritual (2Tim. 3:15), y su voluntad es que seamos sanos en la fe (Ti. 1:13). El quiere un cuerpo con la alegría de la salud y sin la tristeza del dolor (1Co. 12:26), de ahí que, frente a las agresiones de elementos espirituales nocivos, el Señor Jesús, como Cabeza, tiene la capacidad de librarnos de enfermedad cursando a su Cuerpo las instrucciones saludables necesarias.
La salud en el cuerpo se evidencia por el buen funcionamiento de todos sus miembros. Cuando todos los miembros están realizando su función con normalidad, aportando su acción vital al conjunto, el cuerpo goza de una salud completa pues puede poner en acción todas sus capacidades por el funcionamiento sin límites de todos sus miembros.
Debemos considerar tanto la salud psíquica como la salud física. En el caso de la Iglesia, la salud psíquica está asegurada porque la cabeza es el mismo Cristo. Las disfunciones siempre las encontraremos en los miembros y no por falta de capacidad de la Cabeza para dar salud, sino por no rendir nuestra voluntad a la voluntad del Señor (somos miembros que seguimos teniendo nuestra propia cabeza enferma, comp. Is. 1:5). Las eventuales faltas de salud las atiende directamente la Cabeza haciendo “que los miembros todos se interesen los unos por los otros” (1Co. 12:25b).
Así que, tenemos la unidad del un Cuerpo, en el cual hay diversidad de miembros con su correspondiente diversidad de funciones; y ese Cuerpo es dirigido saludablemente por la Cabeza que actúa en todos los miembros para que éstos, aportando la función que les es propia, contribuyan de manera unánime, diligente y eficaz al bienestar general. Esto nos hace pensar que los miembros no están actuando para su propia satisfacción, sino para la satisfacción de todos los demás en su conjunto (comp. Ro. 15:1-2).
Y así somos llevados a reconocer, según el concepto novotestamentario de la Iglesia, que es necesaria la participación de cada uno de los miembros en la vida de la Iglesia (comp. 1Co. 14:26), porque todos nos necesitamos unos a otros; ninguno puede prescindir de los demás (1Co. 12:21), porque ninguno es autosuficiente. No podemos prescindir de ningún miembro sin que el Cuerpo se resienta en la plenitud de sus funciones vitales. La inoperancia de un miembro mermará las funciones del Cuerpo todo. Y también, la inactividad continuada de un miembro hará que éste quede atrofiado; y que otro miembro que se esfuerce en suplir la falta de aquel crezca desproporcionadamente, lo cual provoca un crecimiento asimétrico que, a la limitación anterior añade mayor fealdad, resta belleza, a causa de las deformidades.
“Antes siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo; del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado entre sí por todas las junturas de su alimento, que recibe según la operación, cada miembro conforme a su medida toma aumento de cuerpo edificándose en amor.” (Ef. 4:15-16)
Dignidad compartida
“Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros en parte.” (1Co 12:27).
Abundando en la igualdad, el Señor nos concede compartir la misma dignidad: Juntamente con Cristo, todos somos el un Cuerpo, y, cada uno somos una parte de ese Cuerpo, considerándonos el Señor Jesús como de su propiedad e intimidad más sensible (comp. Ef. 5:30). De esta forma somos privados de dar mayor honor a unos sobre otros y damos todo el honor a nuestra sabia Cabeza que nos ha derramado la superabundancia de su gracia maravillosa: “… por las riquezas de su gracia, que sobreabundó en nosotros en toda sabiduría e inteligencia”. (Ef. 1:7-8). ¡Al Señor Jesús la gloria, el honor y la honra!…mientras también nos prevenimos con honra los unos a los otros (Ro. 12:10).
Dependencia insustituible
La verdad anterior nos obliga a insistir en la encarecida exhortación a todos y cada uno de los hijos de Dios, para que mantengamos una continua e íntima dependencia del Señor Jesucristo a fin de ser miembros espiritualmente sanos capaces de aportar todo el beneficio que el cuerpo necesita. Y al mismo tiempo quedamos obligados a establecer una sólida y adecuada organización de la Iglesia local que, concordando con los principios bíblicos considerados, posibilite la experimentación de los mismos. Estos principios bíblicos son:
- Única Cabeza gobernante: El Señor Jesucristo.
- Co-igualdad de todos los miembros sometidos a la única Cabeza.
- Todos los miembros se necesitan unos a otros.
- Participación activa y responsable de todos y cada uno de los miembros.
La dependencia de la que hablamos está conectada con el principio de la responsabilidad individual de cada renacido: “De manera que, cada uno de nosotros dará a Dios razón de sí.” (Ro. 14:12). Por este principio, nuestra conciencia está absolutamente obligada con nuestro Señor y Salvador, a quien debemos responder por todos nuestros actos, por los que ninguna otra persona puede asumir responsabilidad en nuestro lugar.
Esa dependencia no se realiza cuando un miembro omite los pensamientos de su Cabeza soberana. Necesariamente debemos cultivar una vida de oración en el Espíritu (Ef. 6:18), y atender a todo el Consejo de Dios (comp. Hch. 20:27), registrado en su Palabra; la cual debemos no sólo leer o escucharla predicada, sino memorizarla y estudiarla para ponerla por obra de manera íntegra y honesta. Debemos animarnos a seguir el ejemplo de los judíos de Berea que: “…recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras, si estas cosas eran así.” (Hch. 17:11). A este ejemplo sigue el mandamiento apostólico de juzgar cuanto se predica en la Iglesia, venga de quien venga (1Co. 14:29). Si los altos pensamientos de nuestra Cabeza no llenan nuestra mente desplazando nuestros bajos pensamientos será imposible que llevemos a cabo un acertado discernimiento de lo que es de Dios para nuestra edificación. Es lo que sale de la boca de Dios, lo que nos aportará los nutrientes que mantendrán el vigor para nuestra actividad espiritual como miembro sano (Mat. 4:4), a la par que nos darán el crecimiento espiritual proporcionado.
Cuando esta es la vida de Iglesia que se promueve y se cultiva eficazmente, no temeremos que los hermanos y hermanas participen de las consideraciones y decisiones que también forman parte natural de la vida normal de la Iglesia. Algo está fallando en el ministerio de los dirigentes que centran su exhortación en la evangelización, ante la que todo lo demás pierde brillo; que se satisfacen con la asistencia a los cultos, la aportación de ofrendas, la participación congregacional de forma dirigida, alguna actividad departamental bajo su control y una mínima participación de los miembros en un culto dominical.
Este orden reduce la amplitud de la vida de la Iglesia, siendo unos pocos el “Consejo de la Iglesia”, o uno solo, el Pastor, los que seleccionan a aquellos que harán lo que consideren apropiado y el resto de miembros se queda en el grupo mayoritario de meros asistentes. Además, en la gran mayoría de cuestiones se limita la experiencia del gobierno de la Cabeza a un número reducido de miembros (Consejo, Ancianos), cuando no a un solo miembro (Pastor). Esto provoca que la mayoría no sienta como “suya” la Iglesia y se conformen a la comodidad de la mera asistencia y una vida “cristiana” bajo mínimos y abocada a los intereses terrenales, con lo que su crecimiento espiritual es mínimo si no queda estancado. Mientras, otros miembros sufren de sobrecarga, realizando y manteniendo bajo su control todas las responsabilidades. El resultado final de esto es la falta de edificación mutua, raquitismo en la mayoría de miembros y una mayor manifestación de las obras de la carne con el consiguiente sufrimiento general.
La importancia de adquirir una visión totalmente ESPIRITUAL
Seguidamente transcribimos un párrafo de cierto artículo que hace tiempo encontramos en Internet y cuya referencia, lamentablemente no conservamos: “La influencia en el pueblo de Cristo no se basa en una autoridad intrínseca (que proviene de dentro), sino en una extrínseca (que viene de afuera). Cristo, es la voz de autoridad en la Iglesia, reina por medio de Su Palabra. Así, todos los miembros de Su Cuerpo, incluyendo a los líderes, están sujetos todos a la misma Cabeza. La “autoridad” en la Iglesia es “intrínseca” al que es su Cabeza, pero es “extrínseca” a los miembros porque no reside ni proviene de ninguno de ellos. Desgraciadamente muchos actúan como si la autoridad descansara en ellos, con sus hechos soberbios desplazando a la Cabeza. La sumisión a otros, la de las esposas a sus esposos, de los hijos a sus padres, del rebaño a los superintendentes, es siempre con respecto a la autoridad de Cristo y no en relación a otra.”
Esta definición es tributaria al Texto Bíblico, y es un ejemplo de autoridad espiritual a la que todos estamos obligados a someternos. Nos ofrece una comprensión de la realidad espiritual de la Iglesia tras sumergirse en la sola Escritura, penetrándola al bucear hacia el fondo de la sana doctrina.
En todas nuestras consideraciones bíblicas surge constantemente la palabra ESPIRITUAL. Una manera muy utilizada de introducir la presentación del Evangelio es preguntando. ¿Tiene usted inquietudes espirituales? O sea, “antes de empezar, ya empezamos” con la idea de que las cosas que tienen que ver con Dios, la Biblia y Jesucristo pertenecen al orden espiritual; orden que está claramente diferenciado de lo meramente material, de lo que es percibido por los sentidos físicos.
Consecuentemente, ahora queremos poner el mayor énfasis en la centralidad básica del carácter espiritual que tiene el contenido de todo el desarrollo que venimos haciendo.
La relación de Dios con el hombre es espiritual y tiene fines espirituales; el servicio de los hombres de Dios es de carácter espiritual y tiene fines espirituales en aquellos a los que se prodiga. La Santa Biblia nos instruye para una vida espiritualmente satisfactoria, cuyos beneficios abarcan todas las esferas de la vida humana. Los inconvenientes surgen cuando desechamos la espiritualidad, sustituyendo los elementos espirituales (provistos por Dios), por los elementos mundanos (provistos por el príncipe de este mundo, aliado con nuestra depravada naturaleza humana).
Hemos dejado establecido que la Iglesia de Dios es un “Organismo espiritual”; su misión es primordialmente espiritual; su mensaje es espiritual; y que los miembros de esa Iglesia hemos experimentado un nuevo nacimiento espiritual y hemos recibido dones espirituales. Todo en la Iglesia de Dios está orientado a promover la vida espiritual, según las instrucciones espirituales de la Palabra de Dios que es la Norma que regula la genuina espiritualidad cristiana.
Es igual de claro que las autoridades civiles son las que regulan la vida físico-temporal, de acuerdo a los intereses de este mundo. Esto, además de mostrar la clara separación entre la Iglesia de Cristo y el Estado (dos organismos de naturaleza y fines bien diferenciados), nos hace concluir terminantemente que trasladar el concepto y la clase de autoridad mundanos a la Iglesia es un acto contradictorio a la hermenéutica bíblica, contrario a la sana doctrina y en abierta rebelión contra el único Señor de la Iglesia.
Entonces, ya que todo en la Iglesia Cristiana está diseñado en el plano de la espiritualidad reconozcamos, exentos de carnalidad, que la autoridad del Cuerpo la tiene y la ejerce su Cabeza, que da las órdenes necesarias a los miembros con toda sabiduría y en el momento oportuno. Los miembros, autorizados por la Cabeza para obedecer, tan solo deben llevar a cabo las órdenes recibidas de la Cabeza en la comunión con todos los otros miembros que juntamente colaboran para realizar la acción que ha determinado la Cabeza. Así, los miembros reciben el reconocimiento de su autoridad espiritual por el hecho de ser obedientes a la Palabra de la Cabeza y someterse a la autoridad de la Palabra de la Cabeza, en un ejemplo visible de estar estableciendo la autoridad de la Cabeza.
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