Los hijos de Dios son sacerdocio santo y real
“Mas a todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre.” (Jn. 1:12)
“Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados una casa espiritual, y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo…
Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, gente santa, pueblo adquirido, para que anunciéis las virtudes de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable.” (1Pe. 2:5 y 9)
“Y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre; a él sea gloria e imperio para siempre jamás. Amén.” (Ap. 1:6)
Una de las verdades importantes para los reformadores del siglo XVI, fue el redescubrimiento del sacerdocio universal de los renacidos. En el momento de la más asfixiante degradación religiosa, como consecuencia del sistema desarrollado por el papismo romanista que hacía depender cruelmente a las personas de la autoridad de la jerarquía eclesiástica, los hombres de Dios se dieron cuenta que el culto a Dios no era un privilegio restringido a unos pocos escogidos, sino que todos los creyentes podían ejercer el oficio de sacerdotes y así se abrió la puerta a los cristianos para una participación plena en la vida de la Iglesia.
Al mismo tiempo se acababa con la distinción de “clases” (propia de la iglesia papista), para no seguir diferenciando entre clero y laicos. El clero era la clase alta depositaria del conocimiento, que establecía las doctrinas y las prácticas sin necesidad de justificación bíblica; además de administrar los honores para sí mismos. El clero era la clase dominante; los laicos, en mayor o menor medida, era la clase dominada.
La Palabra de Dios nos enseña que todos los hijos de Dios (sin diferencia de posición social, sexo, raza, edad, profesión, formación académica, etc.), participamos del sacerdocio y somos sacerdotes en particular, y que, como tales, somos puestos para ministrar las cosas de Dios a favor de los hombres, debiendo compadecernos de los ignorantes y extraviados, ya que todos tenemos deficiencias (comp. Heb. 5:1-2).
Acompañando a la dignidad del sacerdocio santo, se añade la dignidad de reyes (dignidades de siervos humildes). Esto es una diferencia significativa respecto a lo que estuvo ordenado en la nación de Israel, donde la dignidad de sacerdote (según el orden de Aarón), estaba separada de la dignidad de rey. En la Iglesia se cumple plenamente la palabra que para Israel tenía un cumplimiento parcial (ver Ex. 19:3-6): “Y vosotros seréis mi reino de sacerdotes, y gente santa.” Y además, estas dignidades no se pierden nunca, pues perduran por la eternidad (Ap. 5:10 y 20:6).
Al trasladar esta verdad doctrinal a la práctica cristiana, debemos reconocer, en primer lugar nuestra responsabilidad de realizar los sacrificios espirituales, propios del sacerdocio cristiano, y, seguidamente el derecho de todo cristiano a participar libremente en el culto de la Iglesia (1Co. 14:26-31), donde todos dan para que todos reciban, en beneficio del Cuerpo todo y para la gloria de Dios.
Recopilando, todos participamos por igual de las dignidades de hijos de Dios, miembros del Cuerpo de Cristo, sacerdotes y reyes. Estas dignidades que compartimos nos reclaman honrarnos los unos a los otros permitiéndonos la plena participación en la vida completa de la Iglesia en un verdadero plano de igualdad.
Para valorar mejor las dignidades de sacerdote y rey, es oportuno considerar que en el Antiguo Pacto tanto el sacerdote como el rey (que solo podían ser hombres), debían ser ungidos con aceite. El aceite, en las Escrituras, es símbolo del Espíritu Santo. Ahora en el Nuevo Pacto, todos los creyentes, participando por igual de estas dignidades, somos también ungidos, pero con la misma realidad a la que señalaba aquel símbolo, o sea, con el Espíritu Santo (1Jn. 2:27). Todos los nacidos de nuevo somos ungidos de Dios, y ahora tanto hombres como también mujeres. Esta es otra diferencia entre Israel y la Iglesia.
Como hijos de Dios nos debemos a nuestro Padre celestial; como miembros del Cuerpo de Cristo nos debemos a nuestra Cabeza; como sacerdotes nos debemos a nuestro Sumo Sacerdote, y como reyes nos debemos a nuestro Rey de reyes. Además, como Esposa de Cristo, nos debemos a nuestro Esposo, quien es doblemente nuestra Cabeza. La obediencia y dependencia de El es prioritaria; la obediencia a los hombres es secundaria, y condicionada a no incurrir en contradicción con la voluntad del Señor de todos.
Los dones del Espíritu Santo
“De manera que, teniendo diferentes dones según la gracia que nos es dada…” (Ro. 12:6).
“Y acerca de los dones espirituales, no quiero, hermanos, que ignoréis.” (1Co. 12:1).
Además de dignidades, también hemos recibido toda la provisión necesaria para el desarrollo de una vida cristiana plenamente saludable. Entre esa provisión están los dones espirituales o dones del Espíritu Santo.
En los pasajes referenciados, la Escritura evidencia que los dones espirituales están asociados con la vida de los miembros del Cuerpo de Cristo en el Cuerpo. La palabra dones no figura en el texto griego de 1Co. 12:1, tal como indica la versión Reina-Valera en su revisión de 1909 al incluirla en letra cursiva. La expresión es más general al leer literalmente: “… acerca de los espirituales”, es decir, “acerca de los asuntos espirituales”, o sea, lo que proviene del Espíritu, cosas absolutamente no carnales. Y entre esos asuntos, se particulariza con la acción del Espíritu Santo repartiendo dones (1Co. 12: 4-6).
Antes, cuando no éramos cristianos, conocíamos lo relacionado con los dioses muertos (1Co. 12:2), pero ahora se nos hacen saber cosas que antes ignorábamos, las relacionadas con el Dios vivo (1Co. 12:3). Consecuentemente, los dones espirituales no podemos discernirlos a la luz de nuestros conocimientos naturales, necesitamos el auxilio sobrenatural del Dios vivo, quien socorre nuestra ignorancia a fin de que no erremos.
Debemos distinguir entre lo natural y lo sobrenatural. Una cosa son nuestras habilidades innatas y otra cosa, muy distinta, son las capacidades que nos ha dado el Espíritu Santo, que son capacidades divinas, externas a nosotros.
Resumiendo, los dones espirituales son capacidades sobrenaturales que el Espíritu de Dios da a todos, repartiendo a cada uno de los miembros del Cuerpo de Cristo para realizar actividades espirituales, con el fin de suplir las necesidades que el Cuerpo tiene en el desempeño de su misión, según el propósito de Dios.
Alguien dijo, hablando de estas capacidades divinas, que: “Como proviniendo del Espíritu, son dones; como proviniendo de Cristo, son formas de servir, y como proviniendo del Padre, son poderes sobrenaturales para actuar”.
Estos dones -en griego “carisma”-, son algo precioso, porque provienen de la gracia de Dios -en griego “caris”- (comp. Ro. 12:6). Los que hemos sido salvados por la gracia de Dios, somos embellecidos con el carácter de Cristo y, además, el Señor nos añade las piedras preciosas de los dones del Espíritu (comp. 1Co. 3:12). ¡La superabundancia de la maravillosa gracia de Dios en Cristo Jesús, es algo asombroso para con nosotros!
Nuevamente apreciamos la igualdad de que todos, sin excepción, hemos recibido algún don divino. Todos los dones que podemos relacionar y clasificar a partir de 1Co. 12, Ro. 12 y Ef. 4, son dones igual de divinos, que sirven de forma mancomunada a los propósitos determinados en Ef. 4:12-13:
- Para perfección de los santos como miembros del Cuerpo de Cristo: ningún santo lo es tanto que no necesite ser perfeccionado.
- Para que se lleve a cabo todo el servicio que la Iglesia a de realizar. Es necesaria la acción de todos los miembros, con toda la variedad de dones disponibles para cumplir las tareas de proclamación, defensa y confirmación del Evangelio.
- Para que la Iglesia se desarrolle adecuadamente. Sin deformidades ni disminuciones funcionales; en armonía con la belleza de su Cabeza.
Ciertamente reconocemos un orden en los dones espirituales, distinguiendo entre dones imprescindibles para la organización de la Iglesia (semejantes a los órganos vitales del cuerpo, ver Ef. 4:11), y dones “complementarios” (semejantes a los órganos sin los cuales es posible que el cuerpo siga viviendo). Pero insistimos en que todos son necesarios para el disfrute de la vida plena a la que estamos vocacionados, pues no nos conformamos con una mera subsistencia, que en última instancia siempre se mantendría por la sola actividad de la Cabeza (mientras hay actividad cerebral no se certifica la muerte).
Con todo, a la luz de las verdades bíblico-teológicas precedentes, debemos concluir que el esfuerzo por establecer algún don como superior a los otros en rango, es un esfuerzo que proviene de la vieja naturaleza carnal no sometida a la ley de Cristo; no confiada en la Palabra de Cristo y sustituidora de los métodos de Cristo por métodos mundanos. Es la tendencia de la religión humana de intentar “mejorar” el diseño divino.
Actualmente suele ocurrir así con el don de Pastor o Anciano u Obispo (términos intercambiables para referir al mismo oficio espiritual, comp. Hch. 20:17,28; 1Pe 5:1-4), don que se hace aparecer como superior y con capacidad de utilizar el resto de dones (en la práctica inexistentes), a su gusto y sometidos a él y controlados por él. Con lo cual, en la práctica el pastor se erige como la cabeza de la Iglesia, desplazando en alguna medida a la legítima Cabeza y, a la vez, toma en alguna medida el lugar que corresponde al Espíritu Santo, no ayudando a que los miembros de la Iglesia sean llenos y guiados por el Espíritu; paradójicamente, al mismo tiempo que los está exhortando a esa plenitud y guía (Ro. 8:14 y Ef. 5:18). Con lo cual, aparentemente, el único guiado y lleno del Espíritu es el pastor; él es el único profundamente espiritual y en consecuencia lo práctico es seguir sus indicaciones, no contradecirlas y no pensar más, so pena de ser acusado de “rebelde”.
Los creyentes somos responsables de este desorden porque cedemos cómodamente a esa “organización”, que aunque nos martiriza exigiéndonos lo que nos dificulta, nos libera de la disciplina espiritual de depender del Señor, buscarle y clamar en oración procurando su guía y capacitación para el servicio. También aquí es la vieja naturaleza carnal la que se conforma con la superficialidad espiritual sin profundizar en “complicaciones” bíblicas. Y también es la vieja naturaleza carnal la que gusta de ser servida y criticar el servicio recibido y “vivir su vida” disponiendo del mayor tiempo posible para ocuparse en sus aficiones personales.
Esta negligencia espiritual tiene el atenuante, que no justificación, de que muchas veces hemos sido enseñados así por nuestros pastores; a los que no obstante, reconocemos una limpia intencionalidad cuando simplemente están procurando superar de manera práctica el verse muchas veces con una oposición incomprensible y/o casi solos para llevar adelante la obra del ministerio.
“Aprobando lo que es agradable al Señor. Y no comuniquéis con las obras infructuosas de las tinieblas; sino antes bien redargüidlas. Porque torpe cosa es aun hablar de lo que ellos hacen en oculto. Más todas las cosas cuando son redargüidas, son manifestadas por la luz; porque lo que manifiesta todo, la luz es. Por lo cual dice: Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo. Mirad, pues, cómo andéis avisadamente; no como necios, mas como sabios.” (Ef. 5:10-15).
La libertad cristiana
“Y decía Jesús a los Judíos que le habían creído: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; Y conoceréis la verdad, y la verdad os libertará….
Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” (Jn. 8:31-32 y 36).
La libertad es uno de los valores más apreciados por el hombre de todos los tiempos y por el que más ha luchado, en defensa de la propia dignidad humana. Es bien conocida la máxima de que “la libertad no te la regalan, debes luchar para conquistarla”. Por supuesto, todo esto es en el orden de los ideales terrenales.
Más allá de esos ideales humanos, ciñéndonos a nuestra realidad espiritual según la revelación bíblica, lo cierto es que todos éramos prisioneros y esclavos del diablo, y esclavos del pecado (Is. 14:17 y 61:1; Luc. 4:18). Fue el Señor Jesucristo quien conquistó nuestra perfecta libertad con el poder de su perfecta santidad y el derramamiento de su sangre preciosa sobre la cruz del Calvario, donde: “Y despojando los principados y las potestades, sacólos a la vergüenza en público, triunfando de ellos en sí mismo.” (Col. 2:15).
Después de haber estado en aquella esclavitud, vendidos a sujeción de pecado (Ro. 7:14), ahora por la redención de nuestro poderoso Salvador el pecado ya no se enseñorea de nosotros (Ro. 6:14), es decir, hemos sido libertados de la opresión del pecado y de la tiranía diabólica.
Jesucristo, quien es la Verdad, nos ha conquistado esta libertad al satisfacer la justicia de Dios dando cumplimiento a la verdad que estaba escrita de El (comp. Sal. 85:10). Ahora, al aceptar y retener su verdad que nos presenta su misericordia, según la cual nos justifica por la fe y nos da paz para con Dios (Ro. 5:1), somos hechos verdaderamente libres al no vernos obligados irremediablemente a servir al príncipe de este mundo y vivir practicando el pecado (1Jn. 3:4-9).
Esta es la libertad que nos permite vivir sirviendo a nuestro Señor y obedeciendo su Palabra. Sin verdad y obediencia a la verdad ni hay justicia, ni verdadera libertad.
“Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: Que si uno murió por todos, luego todos son muertos. Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, mas para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2Co. 5:14-15)
“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no volváis otra vez a ser presos en el yugo de servidumbre”. “Porque vosotros, hermanos, a libertad habéis sido llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión a la carne, sino servíos por amor los unos a los otros.” (Gál. 5:1 y 13).
Nuestro Salvador luchó y ganó la gran batalla que conquistó nuestra libertad. Es la libertad que nos devuelve nuestra dignidad humana original, pues reconciliados con Dios recuperamos nuestra condición original de siervos suyos (comp. Fil. 2:7), para servirnos los unos a los otros en santidad.
Este es el beneficio que el Señor Jesús ofrece a cuantos creen en El. Es parte de la gran oferta que hacemos a los inconversos. Nuestra experiencia es inolvidable: cómo el Señor ensanchó nuestro corazón cuando pusimos nuestra toda y sola fe en el gran Libertador, Cristo Jesús. Experimentamos libertad en nuestra alma, porque aquella carga, esclavitud y aprisionamiento desaparecieron. Junto con la liberación espiritual, experimentamos una desconocida sensación de libertad: como aquel que en un vuelo sin motor se desliza por el cielo bajo los cálidos rayos del Sol de Justicia (comp. Mal. 4:2), impulsado por la brisa suave del “Hagios Pneuma” (expresión griega que traducimos al castellano como “Espíritu Santo”, con la particularidad de que el vocablo “pneuma” también significa “soplo, viento”).
Esta libertad incluye la prohibición de hacernos siervos de los hombres (1Co. 7:23), porque al ser comprados por Cristo le pertenecemos entera y exclusivamente a El. Solamente El tiene el derecho de propiedad sobre nuestras personas para disponer de nosotros como a El le plazca, según su buena y amorosa voluntad. Nuestra entrega dócil y no intervencionista al uso que el Señor haga de ese derecho, viene a ser nuestra verdadera libertad de conciencia para vivir nuestra esclavitud a Cristo en la comunión de los santos y bajo el imperio de la verdad de la Palabra de Dios.
Concluimos que también disfrutamos igualdad en los beneficios de la salvación. Muy sensiblemente, igualdad en el beneficio de la libertad: todos hemos sido hechos igual de libres-siervos. En consecuencia, debiéramos temer entrometernos en la libertad de un hijo de Dios estorbando su servicio al Señor que lo compró al precio de su sangre preciosa. Debiéramos temer ayudar al enseñoreamiento que estorba el disfrute de nuestra plena libertad espiritual en Cristo.
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